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El chicharrón de los baldíos

semana / Junio 17 de 2013 / Este artículo ha sido consultado 415 veces

Tras el caso de Riopaila, en Vichada, está de por medio cuál es el modelo de desarrollo rural más conveniente.

Si alguna vez un ministro ha revuelto de la noche a la mañana el avispero, fue sin duda el de Agricultura, Francisco Estupiñán, la semana pasada. Con pocos días en el cargo, precipitó un debate nacional sobre un tema que el país venía aplazando desde hace años y que tiene enormes implicaciones para el modelo de desarrollo de la Colombia rural y para el proceso de paz.

El detonante de todo esto han sido las denuncias de dos congresistas del Polo Democrático, Wilson Arias y Jorge Enrique Robledo, sobre cómo reconocidas empresas agroindustriales del país han llegado a acumular extensiones de tierras que originalmente eran baldías por encima de los topes permitidos por la ley. El símbolo de esta controversia ha sido la adquisición por parte del ingenio Riopaila de 40.000 hectáreas en el Vichada con la asesoría jurídica de la firma de abogados Brigard & Urrutia.

¿Cuáles fueron los hechos? El ingenio tomó una decisión estratégica de inversión de ampliar su actividad agroindustrial en la Orinoquia. Para esto diseñó junto con los abogados un esquema de compra de tierras a través de 27 sociedades por acciones simplificadas (SAS). 

Los campesinos propietarios recibieron cada uno más de 1.000 millones de pesos y ese valor quedó registrado en la escritura. Posteriormente, esas 27 sociedades fueron vendidas a una sociedad española que a su turno se las vendió a una sociedad en Luxemburgo. Finalmente, todas esas sociedades y por ende las tierras quedaron en manos del ingenio Riopaila, el cual ha puesto en marcha un importante macroproyecto agrícola en la zona. 

Como la firma Brigard y Urrutia, una de las dos más grandes del país, tenía como socio principal a Carlos Urrutia, el actual embajador de Colombia en Washington, el debate adquirió mayor notoriedad pública. Lo que podría haber sido una legítima polémica sobre baldíos y concentración de tierras se convirtió además en un ataque al gobierno por parte de la oposición. 

Los congresistas del Polo le han dado ribetes de escándalo a esta polémica. Como la problemática en torno a los baldíos involucra a algunos de los empresarios más prestantes del país, a la firma de abogados más tradicional, al embajador de Colombia ante Estados Unidos y un proyecto de ley del gobierno, Arias y Robledo tienen en sus manos un suculento banquete político que están explotando al máximo. 

Lo que para el gobierno es la necesidad de llegar a una definición sobre cómo desarrollar la Orinoquia y otras regiones del país, para el Polo es la violación de una norma que ha sido fundamental en los esfuerzos de reforma agraria en Colombia. 

El ministro Estupiñán caldeó más el ambiente al calificar las compras de Riopaila y otros grupos económicos como “poco jurídicas”, mencionó palabras como “devolución de la tierra sin compensación” y hasta la posibilidad de sanciones penales. Esa salida del ministro fue considerada bastante imprudente, pues esas interpretaciones le corresponden a la Justicia y no al gobierno. Sobre todo en un enredo jurídico tan complejo como el de las tierras y los baldíos. 

Ya desde el año pasado SEMANA había investigado las asignaciones de los baldíos desde 2003 en todo el país y encontró que centenares fueron asignados a personas que no cumplirían con los requisitos para ser favorecidos con este beneficio. 

Como si esto fuera poco, hay decenas de casos donde suplantaron personas para lograr los títulos y luego vender, o muchos otros baldíos que, en vez de convertirse en parcelas productivas, se transformaron en fincas de recreo. Antes de las denuncias de Robledo y Arias, el exministro de Agricultura Juan Camilo Restrepo y la gerente del Incoder, Miriam Villegas, comenzaron procesos para revocar 900.000 hectáreas adjudicadas por direcciones anteriores de esa entidad.  

Son tan graves los hallazgos que la última decisión de Restrepo, ratificada por el entrante ministro Francisco Estupiñán, fue suspender a partir de los próximos días las titulaciones de baldíos en todo el país, mientras se revisan los voluminosos expedientes que comprometen a cada vez más funcionarios.

En la última década el país ha entregado 2.445.000 hectáreas de baldíos a 85.219 personas. Que la tercera parte de estas asignaciones esté en entredicho ilustra no solo su magnitud sino la complejidad de solucionarlo. De todo este gran universo, el debate por acumulación de tierras se ha centrado en 12 casos. Esas irregularidades fueron recogidas por los congresistas del Polo, quienes aprovecharon la conexión entre Brigard y Urrutia y el gobierno para crear el escándalo. 

Según la Ley Agraria 160 de 1994, el baldío que entrega el Estado no puede ser superior a la llamada Unidad Agrícola Familiar (UAF), cuya área, que depende de la región y el tipo de suelo, debe ser suficiente para que una familia campesina viva dignamente. 

En las zonas muy fértiles, las UAF son de pocas hectáreas y en otras, como en la Orinoquia, pueden ser de 1.500 hectáreas. El problema es que ha habido una legislación confusa sobre el asunto así como mensajes contradictorios de los gobiernos de turno, lo que ha dado pie a que la ley haya sido objeto de diversas interpretaciones, unas más sólidas que otras.

Una de ellas, por ejemplo, es que según esa ley se excluye del derecho de recibir esta tierra a quien tenga un patrimonio neto superior a los 1.000 salarios mínimos, es decir 570 millones de pesos. Este tope tiene algo de absurdo. Si bien el espíritu era limitar la adjudicación de baldíos a campesinos, según la Dian de los 47 millones de habitantes solo 162.000 declararán un patrimonio superior a esa cifra. 

En otras palabras, prácticamente todos los colombianos tienen derecho a ese beneficio. Entre los pocos que quedan excluidos están los grandes capitales que, para bien o para mal, son los únicos que pueden hacer las inversiones necesarias para desarrollar proyectos con economías de escala.

La contradicción entre esta norma y las realidades económicas del siglo XXI constituyen el meollo del asunto. Un tope de esa naturaleza de la UAF tiene sentido en zonas muy fértiles aptas para el pequeño campesino, pero no lo tiene para nuevas zonas inexplotadas y de baja calidad que requieren un gran músculo financiero. En el mundo globalizado de hoy, con tratados de libre comercio con la mitad del planeta, se requieren altos niveles de eficiencia que solo se logran con economías de escala.

Otro problema estructural es que nadie sabe cuántas hectáreas son de la Nación, pues la existencia del conflicto armado y la ineficiencia del Estado no han permitido hacer un inventario definitivo. En buena medida, la ausencia de este también explica el porqué de tanta irregularidad.

El dilema para los gobiernos es que en un país tan inequitativo, con una gran concentración de la tierra y el séptimo coeficiente Gini más desigual del mundo, es necesario combinar el discurso político con el económico. El resultado ha sido que ni el uno ni el otro funcionan. En lo político no se ha logrado la redistribución y en lo económico la agroindustria se enfrenta a muchas talanqueras.

El gobierno de Álvaro Uribe, que se identificaba con el campo, se la jugó por proyectos rentables y subsidios que le generaron grandes problemas, como los escándalos de Carimagua y de Agro Ingreso Seguro. El gobierno de Juan Manuel Santos considera que Vichada y el Meta tienen el potencial de convertirse en un gran polo de desarrollo. 

Por eso incluyó en el Plan de Desarrollo la idea de permitir que los adjudicatarios de baldíos pudieran venderlos a compradores que requirieran grandes extensiones para proyectos en los que se compruebe idoneidad y se demuestre la creación de empleo, la productividad y la calidad en la producción agrícola. Jorge Enrique Robledo y Wilson Arias demandaron  ese artículo del plan de desarrollo  ante la Corte con argumentos de equidad y defensa del campesino. Esta les dio la razón y tumbó ese articulado.

Ante esta situación, el ministro Juan Camilo Restrepo presentó un proyecto de ley que si bien respeta el fallo de la Corte, busca estimular la creación de grandes proyectos agroindustriales que incentiven el desarrollo regional a través de capitales nacionales y extranjeros. 

En este nuevo intento no se permite la venta de las parcelas ni el aporte de estas a cambio de acciones en sociedades. Solo es posible la figura de asociación, en la cual el campesino aporta su tierra y el capital financia su desarrollo sin absorberlo. Para Rafael Mejía, presidente de la Sociedad de Agricultores de Colombia este un tema que el gobierno debe abordar con prioridad. 

Al intento de definir el modelo económico para el desarrollo de esa zona le ha salido otro obstáculo: un concepto del Consejo de Estado que establece que no solo son ilegales las apropiaciones de baldíos posteriores a la Ley 160 de 1994, sino todas las que se remonten hasta 1961. Esto último no solo es absurdo sino inviable. Como dichas transacciones se remontarían a 52 años, dada la informalidad del país en esa época, no hay posibilidad de que exista la documentación confiable para poder rastrearlas. 

Si según el ministro de Agricultura, Francisco Estupiñán, en la actualidad el 48 por ciento de los predios rurales no tiene títulos válidos, en 1961 esa cifra podría fácilmente ser el doble. Aunque los conceptos del Consejo de Estado son opiniones que no exigen obligatorio cumplimiento, en medio de una controversia como esta tienen peso y generan ruido.

El conflicto entre la necesidad de desarrollo agroindustrial y la inequidad en la distribución de la tierra está por lo tanto más vigente que nunca. Desde que la Corte Constitucional frenó en seco la posibilidad de macroproyectos agrícolas en el llano y la Orinoquia, se han congelado inversiones por 1.000 millones de dólares que estaban destinadas a esa zona. Estos se sumarían a los 1.000 que ya se han invertido y que han generado enormes beneficios para la región en términos de empleo, bienestar y calidad de vida. 

Las denuncias de Robledo y Arias sobre el caso Riopaila le están dando por ahora una ventaja a quienes defienden un modelo de desarrollo basado en la explotación de la tierra por parte de familias campesinas, frente a los grandes capitales que tienen el músculo financiero para hacer proyectos de gran envergadura. 

El reto que tienen por delante el gobierno, las altas cortes y el Congreso es encontrar una fórmula que permita que las dos realidades no solo convivan, sino que se integren de tal manera que el beneficio sea compartido y resulte en el desarrollo equitativo de las regiones históricamente aisladas.  

 

Publicado en Junio 17 de 2013| Compartir
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