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Ante las transformaciones rurales, resistencia activa y autonomía

Carlos Salgado Araméndez - Director general Planeta Paz, Julio 01 de 2016, Este artículo ha sido consultado 702 veces

Es dramático e indignante que las organizaciones campesinas junto con las indígenas y afros, tengan que volver a las marchas en las carreteras, al paro y a los pliegos para encontrar una salida a la carga de la tremenda discriminación negativa que pesa sobre ellas por culpa de la acción del Estado colombiano, en particular, de sus gobiernos.Para poner en contexto la situación que vive el país a junio de 2016, parece necesario recordar que el campo colombiano y su población han tenido que vivir varias desgracias para que se vuelvan los ojos sobre ellos y se estime necesario promover algo de democracia y de justicia.

 

 

Desde la década de los años treinta del siglo pasado, campesinos y colonos expresaron en sus protestas los reclamos frente a las usurpaciones de los empresarios, el desalojo de los baldíos, los conflictos por la explotación de los bosques nacionales, demandaron mejores condiciones de trabajo libre y su lucha por lograr la siembra de café en las parcelas[1].

La Ley 200 de 1936 no dio una respuesta positiva a estas demandas y, por el contrario, dejó el espacio abierto para que se impusieran los intereses de los terratenientes y nuevos empresarios del agro, para que la violencia fuera un instrumento para la reconfiguración de la propiedad y del sector rural creando islas de modernización productiva. De hecho, la Violencia de los años cuarenta y cincuenta expulsó todo tipo de propietarios, promovió la apertura de nuevas tierras para huir de sus efectos, dejó 300.000 víctimas y, según Paul Oquist, implicó la pérdida de 393.648 parcelas, que estimadas en un promedio de cinco hectáreas arrojaría que 1.968.240 hectáreas fueron despojadas, equivalentes al 11.2 % del área agropecuaria utilizada en 1960[2].

Tres décadas después de aquellas primeras protestas contemporáneas, a finales de los años sesenta, las organizaciones rurales agrupadas en la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos –ANUC- volvieron a presentar sus demandas en el Mandato Campesino, cuyo programa tocaba 18 puntos relativos a producción, crédito, transferencia de tecnología, asistencia técnica, dotación de tierras e inclusión en las políticas y planes estatales. La ANUC se reivindicaba como “una organización autónoma de campesinos medios, pobres y asalariados que luchan por una reforma agraria integral y democrática, por las reivindicaciones del trabajador agrícola, por la elevación de su nivel de vida económico, social, cultural y el desarrollo pleno de sus capacidades”. Era pues una organización que pedía integración a los procesos de desarrollo, demandando un cambio de la lógica y modelo de desarrollo rural[3].

Y treinta y cinco años después, en el 2003, las organizaciones populares del campo presentaron el Mandato Agrario, que en 14 puntos demandó: derecho a la vida, plenas libertades democráticas y respeto a los derechos humanos; soberanía y seguridad alimentaria; alternativas al Alca y a los acuerdos de libre comercio; derecho a la tierra; reconstrucción de la economía agropecuaria y agroalimentaria; protección del medio ambiente; política concertada con los cultivadores de coca, amapola y marihuana; derechos sociales, económicos y culturales del campesinado, indígenas y afrodescendientes; reconocimiento político del campesinado; reconocimiento de las mujeres campesinas, indígenas y afrodescendientes y sus derechos; derecho a la territorialidad; fin al desplazamiento forzado; solución política del conflicto social y armado, y unidad[4].

Estos reclamos y mandatos sin cumplir dieron lugar a la constitución de la Cumbre Agraria, Étnica, Campesina y Popular que en el 2013 tuvo que presentar un pliego de ocho puntos: tierras, territorios colectivos y ordenamiento territorial; la economía propia contra el modelo de despojo; minería, energía y ruralidad; cultivos de coca, marihuana y amapola; derechos políticos, garantías, víctimas y justicia; derechos sociales; relación campo-ciudad; paz, justicia social y solución política al conflicto armado.

No hay pues ninguna inconsistencia en la larga memoria de las luchas de las organizaciones rurales que han debido recorrer el tránsito entre las demandas por la integración a unas sólidas reivindicaciones de autonomía ante la arrogancia gubernamental que no da espacio para otras formas de vida y producción distintas a las de sus modelos volcados hacia la especialización en unos cuantos productos para la exportación y el uso de los territorios rurales para la explotación de todos los recursos disponibles, en particular, mineros. Se ha pasado de la lucha por “la tierra pa’l que la trabaja”, materializada en el control de las parcelas para la producción de alimentos y la vida comunitaria, a la lucha por el territorio lleno de recursos y sus formas de gobierno como garantía para vivir en comunidad, producir y construir un modelo de sociedad alternativo que no reproduzca los órdenes impuestos por la miseria institucional.         

 

 

Las reconfiguraciones del último tiempo

Han sucedido muchas cosas en el mundo rural en las últimas dos décadas. Jan Douwe van der Ploeg[5] identifica al menos tres tendencias internacionales que se consolidan: primera, la industrialización de la agricultura, manifiesta en la especialización en torno a los agronegocios, la biotecnología y la promoción de redes empresariales; segunda, procesos muy fuertes de recampesinización que surgen como respuesta y reacción a las presiones ejercidas en contra de las formas de vida campesinas y la imposibilidad de la industria manufacturera para generar empleos productivos, y tercera, la desagriculturización o desactivación de sistemas productivos como producto de la extensión a gran escala de modelos mineros, la presión sobre la tierra para modelos de negocios corporativos y los desplazamientos masivos de población rural.    

Estas tendencias tienen impactos diferenciados de distinto orden en el tipo de valor agregado, generando la redistribución de los recursos, la sostenibilidad de los ecosistemas, el tipo de productos generados y los usos del territorio, que denotan conflictos muy fuertes al menos en cuatro campos: la construcción de circuitos de mercado breves y descentralizados versus grandes empresas procesadoras y comercializadoras; los nuevos mecanismos de dominación de imperios alimentarios poderosos que confrontan los procesos comunales y tienden a destruir, de manera continua, sus relaciones; las nuevas tecnologías y nuevos expertos que intentan dominar los campos del conocimiento versus los conocimientos locales, propios y ancestrales; y la emergencia de nuevos enfoques sobre el desarrollo rural que se confrontan con la construcción de propuestas postcapitalistas que no encuentran en el “desarrollo” una respuesta a las necesidades de las comunidades[6].

Lo que hace particular a estas tendencias y conflictos es que se dan en un contexto en el cual se estima que en el mundo hay un mil doscientas millones de unidades productoras campesinas, mientras las familias campesinas son las dos quintas partes de la humanidad [Van der Ploeg 2010]. Estas familias luchan por diferentes motivos que van desde su permanencia en los sistemas económicos y de mercado capitalista hasta la autonomía y subsistencia tanto en procesos productivos sólidos que respaldan los sistemas agroalimentarios de parte de la humanidad hasta contextos de privación y dependencia.

Son varios los estudios que constatan que las familias campesinas expresan con sus repertorios una lucha “contra la erosión sistemática del concepto de campesino” o contra las tremendas fallas de reconocimiento y redistribución de que son presa por parte de las políticas estatales, y bien vale la pena preguntarse por qué se da esta erosión y estas fallas, y las respuestas son de este orden:

  • Porque el campesinado porta una incómoda combinación de invisibilidad y omnipresencia, según Van der Ploeg, que no logra ser interpretada por los hacedores de política tanto porque no se les estudia con suficiencia, como porque no caben en sus modelos[7].
  • Porque mantienen una lucha permanente que expresa una relación contradictoria entre la autonomía y la vinculación al desarrollo, fruto tanto de la reproducción incesante de prácticas propias para acomodarse a la dotación de recursos de que disponen como de su vinculación agresiva a las tecnologías de la revolución verde y las subsiguientes.
  • Porque se comportan con una mezcla de acción social y política que se mueve entre la subordinación y la desobediencia que aterra a políticos y economistas al no cumplir sus predicciones teóricas sobre su desaparición, como decía Theodor Shanin[8]
  • Porque tienen un acervo impresionante de capacidades que les permite adaptar para sí sistemas no diseñados para sus sociedades, de tal manera que su condición identitaria no es estática.
  • Estas características, más otras muchas, son rasgos de su enorme heterogeneidad que es quizá una de las razones por las cuales los políticos y la academia desistieron – en gran mayoría y con excepciones - de estudiarles e interpretarles al no entenderles.

En Colombia ha pasado que muy a pesar de todas las acciones colectivas del campesinado en lo corrido de este siglo, del informe Razones para la esperanza, de llegar al Congreso un senador campesino de los paros del 2013, de la desgracia humanitaria del desplazamiento forzado, etcétera, el informe de la llamada Misión Rural –sobre cuyas recomendaciones se han formulado varios de los cambios institucionales que pretenden adaptar el sector rural al tránsito de la negociación del conflicto armado - ¡no les nombra; no les reconoce![9]

En un documento síntesis del director de la Misión, de 111 páginas, sólo en la página 57 hay una referencia que dice: “El primer elemento de esta política… , es el fortalecimiento de la Agricultura Familiar, el concepto que, siguiendo la tendencia internacional, cobija a lo que en Colombia se denominan generalmente pequeños productores o campesinos”. Vale decir que pretender que la denominación de “agricultura familiar” – cualquiera sea la definición que se le pretenda dar - recoge la experiencia campesina, es tanto como decir que una denominación general de lo “diferencial” expresa los derechos de las mujeres campesinas. Pretender transformar el campo, como dice el subtítulo de la Misión, haciendo malabares conceptuales es como mínimo una afrenta. De ahí que las marchas sean recurrentes.

 

 

Experiencias de sobra

Las propuestas y mandatos de las organizaciones campesinas han estado sustentadas por múltiples experiencias sobre sus capacidades en los órdenes económicos, sociales y políticos. En general, se estima que el campesinado colombiano ha podido sostener sus aportes gracias a que ha hecho un esfuerzo descomunal por combinar en distinto grado y distintos niveles de éxito procesos productivos propios con los paquetes tecnológicos de la revolución verde; cuando lo ha requerido, ha monetizado sus relaciones laborales y ha salido a captar ingresos extra-prediales para complementar el ingreso familiar, pero la vida comunitaria también le brinda la oportunidad de obtener recursos sin necesidad del dinero; aplica con eficiencia la mano de obra familiar cuando dispone de tierra; realiza acuerdos de inversión para apalancar sus cultivos y comprar tierras ya sea con dinero o con acuerdos comunales; vende un alto porcentaje de sus productos en el mercado y aun así mantiene un nivel de autoconsumo; concurre a todos los mercados del país con productos frescos, abundantes y variados. Hay muchas investigaciones académicas que muestran que remunera adecuadamente la mano de obra familiar y la contratada cuando tiene tierra disponible, de tal manera que capta diferentes niveles de ingreso según el producto y el mercado[10].

Las regiones campesinas muestran mayor estabilidad social y política, gracias a que han creado una sólida institucionalidad a partir de las asociaciones, cooperativas y redes de trabajo que constituyen un inmenso producto social que se recompone continuamente frente a la violencia que se ejerce contra ellas por parte de grupos del Estado y de los actores armados ilegales. Esta recomposición se da gracias a que el campesinado también sabe leer y entender su situación y recompone las alianzas que le permiten vivir, en un ejercicio de cosmopolitismo – intercambios culturales - loable. ¿De qué otra manera se explicaría que, en las más difíciles circunstancias sociales, políticas y económicas, aún se mantengan como el sostén de la seguridad alimentaria nacional?     

Como resultado de los conflictos a enfrentar en las últimas décadas y del incumplimiento estatal, las organizaciones campesinas también abordan agendas más complejas que apuntan a la constitución del campo de la “autonomía”, queriendo decir con ello que hay una preocupación sustancial por conservar y reproducir el conocimiento acumulado y renovado sobre el uso y gestión de los sistemas productivos puestos en territorios concretos; la necesidad de mantener una producción continua durante todo el año como seguro de su reproducción; la posibilidad de usos múltiples del territorio para mantener su diversidad cultural y amortiguar los desajustes del sistema social y económico; resolver las necesidades de las comunidades con bajos grados de dependencia; controlar la producción y uso de las semillas y de los suelos, así como los flujos de la materia, la energía, el trabajo y la información que circulan en y entre las parcelas y en la comunidad. En últimas, es controlar el conocimiento producido y difundido mediante el trabajo, que es un bien común a diferencia del conocimiento privado y comprado bajo las lógicas empresariales capitalistas [Vélez 2015].     

 

Conclusión

Los paros conjuntos entre organizaciones campesinas, indígenas y afrocolombianas tienen hoy día justificada razón ante los incumplimientos estatales. En el largo trayecto de la memoria de las organizaciones no tiene sentido que un gobierno manifieste algunos pocos logros para desvalorizar las luchas. Fruto de esta memoria y de la recomposición que se da en el entendimiento de lo rural y el paisaje territorial, las luchas rurales tienen hoy día un marcado acento en el logro de la autonomía. Parece no haber otra opción ante la andanada de los agentes del capital por conquistar los territorios para consolidar sus intereses frente a lo que puede significar la exigencia social para la puesta en práctica de los acuerdos negociados con las guerrillas. La ley de Zidres puede leerse en esta perspectiva como el premio anticipado a los empresarios a lo que puede ser la “reforma rural integral” o las demandas por la participación de la sociedad civil en las negociaciones. Ante los hechos consumados, ¿en qué territorios se soporta el reparto exigido?             

En estas condiciones, hay que apoyar a las organizaciones rurales para que no caigan en el marasmo de una resistencia pasiva como fruto de sus acuerdos con el Estado que tengan el carácter de acciones afirmativas marginales, y para que la visión de las organizaciones no quede presa de una concepción positiva de los derechos que no le permita reaccionar ante la idea ya común en ciertos círculos tecnocráticos de haber llegado a un concepto acabado de “ruralidad” que se manifiesta en el “enfoque territorial del desarrollo rural”, en tanto hay muchos más campos conceptuales y prácticos en debate.

En consecuencia, es necesario repensar los lugares desde donde se ejercen las prácticas campesinas y las posibilidades de su estabilidad y reproducción, quizá bajo la premisa que solo una amplia recampesinización del campo colombiano puede parar las múltiples crisis que amenazan la construcción de la paz.

La resistencia activa de hoy se basa en la capacidad de desarrollar potencialidades nuevas, razón por la cual hay que fortalecer la producción como quehacer fundamental pensando que la medida del éxito de las experiencias campesinas no está necesariamente en el ingreso sino en la estabilidad de la comunidad.En consecuencia, es necesario repensar los lugares desde donde se ejercen las prácticas campesinas y las posibilidades de su estabilidad y reproducción, quizá bajo la premisa que solo una amplia recampesinización del campo colombiano puede parar las múltiples crisis que amenazan la construcción de la paz.

Pero hay que reconocer que el campesinado no puede solo, en particular, porque tanto en el centro como en la periferia la agricultura se ha transformado materialmente y es necesario producir nuevo conocimiento sobre la base del acumulado existente.

 

 


[1] LeGrand, Catherine [1988]. Colonización y protesta campesina en Colombia 1850 – 1950. Universidad Nacional de Colombia, Bogotá.

[2] Oquist, Paul [1978]. “Violencia, conflicto y política en Colombia”. IEC, Instituto de Estudios Colombianos, Banco Popular, Bogotá.

[3] Ver Salgado, Carlos y Prada, Esmeralda [2000]. Campesinado y protesta social en Colombia 1980 – 1995. CINEP, Bogotá.

[4] Ver Suárez, Aurelio et al [2005]. El campo: una carta por jugar. Textos de Aquí y Ahora, ILSA, Bogotá. Páginas 173 a 188.

[5] Van der Ploeg, Jan Douwe [2010]. Nuevos campesinos. Campesinos e imperios alimentarios. Perspectivas agroecológicas, Icaria Editorial, Barcelona.

[6] Ver Acosta, Alberto [2012]. Buen vivir. Sumak Kawsay. Una oportunidad para imaginar otros mundos. Ediciones Abya-Yala, Quito. Aguirre Ledezma, Noel [2013]. Bolivia: Vivir Bien. Una alternativa ante la crisis civilizatoria. En Alfonso Ibáñez y Noel Aguirre, Buen Vivir, Vivir Bien, una utopía en proceso de construcción, Colección primeros pasos, Ediciones Desde Abajo, Bogotá.

[7] Veléz, León Darío [2015]. Adaptabilidad y persistencia de las formas de producción campesinas. Universidad Nacional de Colombia, Medellín.

[8] Shanin, Teodor [1979]. El campesinado como factor político. En Teodor Shanin (compilador), “Campesinos y sociedades campesinas”, El Trimestre Económico No 29, FCE, México.

[9] DNP [2015]. El campo colombiano: un camino hacia el bienestar y la paz. Misión para la transformación del campo colombiano. DNP, Bogotá.

[10] Forero, Jaime, Garay, Luis Jorge, Barberi, Fernando, Ramírez, Clara, Suárez, Dora y Gómez Ricardo (2013). La eficiencia económica de los grandes, medianos y pequeños productores agrícolas colombianos. En Luis Jorge Garay et al (2013), pp. 69 - 114.

Publicado en Julio 01 de 2016| Compartir
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